Toldos



Y el calor llega a las ciudades y entra al interior de las casas por las ventanas abiertas con total confianza. Antes era el aire el que se colaba continuamente, pero ahora tan sólo el calor, pegajoso, traicionero, húmedo calor levantino. Los toldos ayudan a despistarlo pero siempre es éste más listo que un simple trozo de tela...

¡Por fin verano! Andrea se dispuso a encender su ordenador, el solo hecho de apretar el botón para ello le llenaba de una satisfacción tremenda, escuchar como se iba encendiendo poco a poco, el ruido, las lucecillas del monitor y los altavoces... y no tenía que medir el tiempo, tenía toda la mañana para ella. Sencillamente genial.

-Bueno, basta de poesía.

Pulsó el botón y tras breves instantes de espera acercó el oído a la torre agachándose de una manera muy graciosa,

-¡No funciona! ¡No se enciende! ¡No! ¡Ah!

Menuda manera de empezar las vacaciones. Había que jorobarse, vaya por Dios... El ordenador faltaba siempre que se le necesitaba.

Desesperada se tendió en la cama y suspiró muy fuerte contando hasta diez para no estallar de rabia. Le reventaban un montón esas cosas y solía pagarla con todo ser viviente cercano, pero cuando estaba sola se ponía a saltar gritando y a aplastar cojines como una loca para desahogarse. Hace unas semanas escuchó en una conversación de sus padres que un chino amigo de un amigo contaba hasta diez para no enfadarse con quien no debía siempre que las cosas daban giros repentinamente negativos, como era aquel.

Y funcionó, no al cien por cien, pero se relajó bastante.

-Bueno, tiene que haber un montón de cosas aparte del ordenador...

Empezó a hurgar en el armario, por las estanterías entre montones de libros, se fue a la cocina para ver si se le ocurría cocinar algo original, encendió la televisión por si acaso emitían algo interesante...y al final, cogió una botella con agua y salió al balcón a regar las plantas. Siempre, en momentos de indecisión o de tensión su abuela se dedicaba a regar las macetas de su casa y Andrea, desde pequeña acostumbró a lo mismo, a veces pensaba si no se ahogarían de tanto regarlas.

El caso es que salió al balcón, botella en mano y regó las cuatro macetas que allí habían, no tenían que estar al sol, así que las juntó todas debajo de la mesa. Cuando acabó su pequeña tarea se quedó mirando un rato hacia abajo, le encantaba mirar por el balcón, vivía en un séptimo piso y contemplar la ciudad desde tan alto la hacía sentirse pequeña, pero también poderosa, a veces hasta le entraban ganas de saltar, no es que quisiese quitarse la vida ni nada de eso, era como una especie de vértigo contenido. Primero hacía una vista de conjunto de todo lo que se percibía desde aquel lugar, después se fijaba en pequeños detalles.

En ese momento, mientras observaba a la gente que paseaba se preguntó a sí misma por qué no era ella la que paseaba y los demás los que la miraban desde los balcones de sus casas.

¿A dónde iba? No importaba. ¿Cuándo volvería? Cuando estuviese satisfecha. ¿Le apetecía hacer algo en concreto? No, necesariamente.

Sólo sabía que estaba caminando por la calle, que vale, no era la mejor época ni la mejor hora del día para hacerlo, pues hacía muchísimo calor, pero allí estaba, con paso decidido marcado por sus zapatos (adoraba el ruido de los zapatos cuando andaba por la calle), con el aire rozándole las piernas, los brazos y la cara y el pelo hacia atrás, como en las películas o los anuncios. Se había pintado los ojos y se había quitado las gafas, no le disgustaban, pero a veces sentía ganas de quitárselas, solo por el placer de no llevarlas. Lo malo era que no tenía lentillas y no veía demasiado bien. Bueno, todo más divertido.

Cruzó un paso de cebra, ya sabía donde podía ir, en el centro había una cafetería donde se podía coger libros de unas estanterías repletas de ellos y tomarte algo mientras leías.

No era la primera vez que iba, fue directa a la mesa de siempre y al libro de siempre, uno de fotografías de su ciudad a principios del siglo pasado, le encantaba.

De repente alguien se sentó en la mesa de al lado, seguidamente se levantó y se acercó hasta su estantería preferida, ojeó un rato los libros, parece que buscaba alguno que no encontraba. El chico miró hacia la mesa de Andrea, después a Andrea y acto seguido sonrió, al parecer buscaba su libro.

A pesar de todo, Andrea resultaba ser de lo más vergonzosa, así que decidió irse de la cafetería para dejarle el libro a aquel chico, que tenía un no sé qué, pero no se atrevía a decirle nada. No, no era ella una chica con iniciativa.

Salió dispuesta a cambiar de rumbo. Anduvo marcando el paso con sus zapatos hasta el puente. El puente. Le encantaba el puente, al igual que el balcón. Mirar la perspectiva del río, alejarse y empequeñecerse. Vale, podría estar mucho más limpio, pero a ella le gustaba . Suponía que le gustarían mucho más los ríos del norte, más anchos y todo eso.

Siguió caminando, a lo tonto, tonto, se recorrió todo el centro ¡hasta entró a la catedral! Realmente aquella era una ciudad con personalidad.

Ya cansada decidió volver a casa, pero no había dado un paso cuando se puso a llover, no era una lluvia torrencial, ni siquiera se caló, tan solo eran gotitas, chispillas de agua, estaban muy fresquitas. Así sí que daba gusto pasear. En seguida que comenzaban esas gotas, la gente sacaba sus paraguas como si les fuese la vida en ello, eran todos unos exagerados.

Para cuando llegó a casa ya había parado, era un chispeo para quitar el polvo y humedecer el ambiente, que adquiría un olor especial después de cada sesión de gotas. Andrea subió a casa y salió al balcón, como ante de empezar su paseo.

No sé-pensaba mientras fijaba sus ojos en las azoteas- la posibilidad de irme fuera de aquí me da miedo, porque conozco muy bien esta ciudad y me encanta, aunque quizá sea hora ya de conocer y amar otros lugares... No sé, aún es sólo una posiblilidad

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