Petite danseuse

Una cosa curiosa esto del arte impresionista o del arte en general. Cómo los autores escriben, dibujan, pintan, construyen, realizan su obra con objetivos de todo tipo. A veces consiguen lo que quieren, pero otras son tan subjetivas que no se las identifica con la esencia deseada hasta un tiempo después, quizá los expertos sean linces identificando esos “objetivos”. Por eso, cuando en la sala de algún museo, una persona no entendida en arte, identifica esa esencia, se produce algo mágico: la obra cobra vida y el autor se inmortaliza. Es la magia del arte.

Un chico paseaba admirando los cuadros de Cézanne, de Van Gogh, de Sisley, Manet, Renoir, Monet... cuando de repente se topó con una escultura de una pequeña bailarina. Más petrificado que la propia figura quedó el joven de carne y hueso contemplándola y allí permaneció un rato, recorriendo con los ojos todos sus detalles e inventando el por qué de que estuviese tal cosa allí...

"quizá un hechizo... ¿había magos en ese siglo? no, magos no, eran artistas, escultores, quizá un escultor... el escultor mató a aquella joven y la cubrió de bronce, no, simplemente la inmortalizó con su cincel... quizá"

Miraba y remiraba, fruncía los ojos, se colocaba bien las gafas caídas, se acercaba a la vitrina hasta empañar el cristal y entonces se alejaba, miraba a los de alrededor para ver si lo observaban y como veía que casi nadie reparaba en aquella obra ni en su obsesión por ella, volvía a empezar, mirando y remirando cada detalle. Totalmente impresionado.

Un flash lo sobresaltó “¡me olvidaba!” pensó, “¡la cámara!”. Acto seguido metió la mano en su mochila y sacó con sumo cuidado su cámara, la encendió, enfocó varias veces y disparó en la perspectiva que consideró más adecuada. Guardó la máquina y permaneció unos minutos más con la estatua, sin saber si odiarla, quererla o... no lo sabía, pero indiferente era una postura que la bailarina no permitía que adoptase. Quizá por eso tenía esa pose tan resignada, tan especial, esos ojos entreabiertos, casi amenazantes, vigilando a cada individuo, esperando a ser inmortalizada en una fotografía.

Lo cierto es que fuera como fuese, el autor de tal obra consiguió su objetivo en aquella tarde bajo los techos de aquel museo de arte moderno francés, el Musée d’Orsay.

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